Arte, naturaleza y jardines
Los artistas, pintores, escultores e incluso arquitectos han tenido desde tiempos ancestrales en la naturaleza y sus criaturas una fuente constante e inagotable de inspiración.
En las pirámides y tumbas egipcias se han encontrado restos de pintura al fresco con representación de fondos de paisaje, asociados a la fauna y flora presentes en el río Nilo, y asimismo en los escasos restos de pintura conservados en las villas romanas hallamos deliciosos paisajes reales o imaginarios, en ocasiones verdaderos jardines, que intentan cautivar nuestra mirada y provocar nuestro deleite. Un ejemplo excepcional es el llamado jardín de la Casa de Livia, datado en el siglo I A.c. que custodia el museo romano Palazzo Massimo alle Terme, donde apreciamos un verdadero interés botánico ante la extrema precisión con la que los anónimos autores de los frescos han descrito todas y cada una de las particularidades de cada tipo de árbol o planta, muchas de ellas medicinales.
Tendremos que esperar hasta el siglo XVI para advertir que el interés por el paisaje como género independiente empieza a ganar mayor peso específico dentro de las distintas temáticas y géneros pictóricos. Serán los llamados primitivos flamencos quienes vuelvan a manifestar interés por la observación de la naturaleza y su representación a través de un paisaje frecuentemente idealizado, que se cuela primero tímidamente a través de las ventanas, formando parte del fondo de la escena con un carácter anecdótico, y que poco a poco va ganando cada vez mayor protagonismo dentro del lienzo, si bien estará siempre sometido a una acción de carácter narrativo y un contenido moralizante o simbólico. Son bien conocidos los paisajes camuflados del gran pintor Joachim Patinir como apreciamos en su obra San Jerónimo penitente, donde el paraje desértico en el que San Jerónimo pasó varios años de meditación y vida ascética se convierte en la excusa perfecta para desplegar un magnífico paisaje que se pierde visualmente en el horizonte gracias a la sutil gradación de colores, del verde intenso de la vegetación al azul que funde el mar con las montañas.
Este interés por el paisaje flamenco será transmitido a los pintores italianos, especialmente a los venecianos como Giorgione o Tiziano, señalados como precursores del impresionismo precisamente por su precoz interés en la captación de los efectos de la luz natural y la plasmación verdadera de la atmósfera en sus lienzos a través del interesante juego de luces y sombras.
Continuando con los siglos del Barroco, tanto en Italia como en Flandes el paisaje comienza a convertirse de manera paulatina en un género cada vez más independiente aunque será considerado menor dentro de la estricta jerarquía de los géneros pictóricos, siendo superado por la pintura de historia y el retrato. Los paisajes de Jan Vermeer, del italianizado Paul Brill, o los excepcionales ejemplos de los jardines de Villa Medici de Velázquez, nos hablan del gusto de los pintores por la representación del paisaje y de cómo ha gozado desde siempre de gran éxito también entre los principales coleccionistas.
La naturaleza, un fin en sí misma
Pero sin duda serán los pintores del Impresionismo aquellos que mayor interés han demostrado por el género paisajístico y por la representación de la Naturaleza como fin en sí mismo, como objeto definitivo del cuadro al margen de cualquier elemento anecdótico o narrativo y ajeno por tanto a cualquier posible manipulación semántica como aquella que, imbuídos del espíritu de lo sublime y lo pintoresco, practicarán los pintores del conocido como paisaje romántico, cultivado entre otros por Turner, Friedrich o Carlos de Haes.
Liderado por pintores como Edouard Monet o Camille Pisarro, el movimiento impresionista surge en el París de finales del siglo XIX. Su principal objetivo era conseguir plasmar la fugacidad del instante únicamente a través de los efectos de la luz y el color aplicando una revolucionaria pincelada, rápida y ligera, llegando a provocar en el espectador la viva impresión de estar observando directamente y sin intermediarios la propia naturaleza representada en el lienzo. Animados por la experiencia de los llamados pintores de la Escuela de Barbizon, capitaneados por Camille Corot, los impresionistas hicieron de la naturaleza y el jardín el lugar perfecto para dicha experimentación reivindicando, como sus precursores en Barbizon, la pintura al aire libre, o «plein-air», como única vía para la captación verdadera de la atmósfera en sus cuadros.
Ciertamente los pintores impresionistas no fueron los primeros que plantaron sus caballetes en medio del bosque, dispuestos a reflejar todos y cada uno de los matices de la luz solar. Muchos pintores ya en el XVIII aconsejaban la práctica de tomar rápidos apuntes del natural para ser después utilizados como material de trabajo en el estudio. Pero es precisamente en esta ausencia de una segunda fase de elaboración en el taller donde observamos la gran revolución impresionista. Gracias a la invención de nuevos sistemas para la presentación de los pigmentos al óleo en forma de tubo, más resistentes y de secado rápido, así como de caballetes más ligeros y fáciles de transportar, los impresionistas podían dedicarse horas al estudio de la naturaleza terminando el grueso de la obra in situ (si bien podrían realizar los últimos retoques el propio taller).
El jardín del artista
El interés por la jardinería y la horticultura experimentan un notable auge a principios del siglo XIX ante la invención de nuevos sistemas, las llamadas urnas de Ward, para el transporte de plantas y flores exóticas, como las Dalias importadas de México o el Norte de África, así como la creación de los primeros invernaderos por el británico Joseph Paxton. París, sede principal del movimiento impresionista, será además el centro de una importante reforma urbanística en la cual muchos de los llamados jardines históricos (parques y jardines de carácter privado, generalmente propiedad de la realeza) serán abiertos ahora al público como el famoso Bois de Boulogne, asistiendo además a la creación de nuevos espacios verdes que servirán para descongestionar la incipiente industrialización como los nuevos jardines del Trocadero que ocuparán los antiguos solares de la Exposición Universal de 1878.
la naturaleza
fuente de inspiración
El jardín se convertirá entonces en el objeto de estudio y recreo, a partes iguales, de los impresionistas, fascinados por las infinitas posibilidades cromáticas y de experimentación lumínica que pueden ofrecerles. Varios pintores como Monet, Renoir, Pisarro o Berthe Morisot, por citar algunos, se dedicarán con esmero al cultivo de sus propios jardines: los llamados «jardines de artista», espacios íntimos, pertenecientes al ámbito más privado y personal, que serán reflejo también creatividad y sensibilidad artística, e incluso de sus anhelos más profundos.
Es el caso de algunas de las obras de Pisarro relacionadas con el huerto que cultivaba junto con su mujer (a la que podemos apreciar en el lienzo) en su casa de la pequeña localidad de Éragny, donde Pisarro no duda en plantearnos una íntima reflexión sobre la posibilidad de un mundo mejor, basada en sus profundas convicciones comunistas. Una existencia tranquila que el pintor plasmará en su obra a partir de la perfecta armonía existente entre el hombre y la naturaleza circundante, un sistema sostenible donde se prefieren aquellos cultivos y métodos tradicionales de autoabastecimiento y explotación agrícola ajenos a los nuevos pesticidas y fertilizantes que duplican la productividad de la tierra a costa de un mayor desgaste.
Podemos también citar en caso de Berthe Morisot y sus mujeres en el Bois de Boulogne, donde el jardín se convierte en ejemplo de reivindicación de la independencia de la mujer al margen de la autoridad masculina al disfrutar las dos féminas en soledad de un paseo relajado por el parque.
En su propio jardín, los pintores impresionistas pueden relajarse y trabajar libremente, sin la presión de los curiosos que constantemente se acercarían a observarles en su trabajo al aire libre. Es por ello que en estas pequeñas obras adquieren una importante dimensión artística al ser un auténtico ejercicio de libertad creativa. Ejemplo paradigmático de esta pasión del artista por su jardín es el caso de Claude Monet, quien dedicó los últimos años de su vida a cultivar, con pasión y excepcional rigor botánico, un auténtico jardín japonés en su pequeña casa de campo en Giverny., influido por su amor por la estética y filosofía orientales. Las cientos de horas transcurridas por Monet contemplando los reflejos de los rayos de sol en la quietud de su estanque dieron como fruto una de las series más importantes de toda la historia del arte universal. Estos lienzos consagrados a la representación de sus preciadas nympheas o nenúfares (exóticas plantas acuáticas que hacía traer directamente desde Japón) constituyen una lección de absoluta modernidad y radical ruptura con los convencionalismos que encorsetaban la pintura desde el Renacimiento, rompiendo las reglas de la perspectiva y la composición tradicionales y convirtiéndose por ello en un referente indispensable para las nuevas generaciones del arte de vanguardia de principios del siglo XX.
Desde los fauvistas de Matisse o los simbolistas de Bonnard, pasando por el modernista Klimt y varios pintores españoles como Darío de Regoyos o Joaquín Sorolla, hasta llegar a autores como Mark Rothko o Jackson Pollock son muchos los herederos de esa pasión por los jardines y la naturaleza, aprendiendo del impresionismo toda una lección de libertad creativa, todo un ejercicio de abstracción formal surgido ante la observación apasionada de la propia naturaleza.
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Gloria del Val. 2011
Lda. Historia del Arte
Colaboradora docente UCM